Capítulo 1


1.      Historia de un secuestro
–A mí me da igual, se acabó.
–Debe entender a mi marido, toda la vida… toda la vida igual. Pero Manolo, esto es diferente, está en juego la vida de tu hijo.
–Que le den mucho por culo, que lo maten de una vez. ¡No, ya verá como no lo matan, no!
–No haga caso a mi marido, por favor, lo dice con la boca pequeña.
–Ramona, te he dicho que no gasto ni un euro más en cosas inútiles.
–Es tu hijo, Manolo. Estamos hablando de nuestro hijo.
–Qué no, Ramona, qué no.                                              
–Manolo, que han secuestrado al pequeño –dijo la mujer, mientras sus ojos azules lagrimaban, tratando de sacar a su marido del voluntario obcecamiento en el que se encontraba, y al que, ni por asomo, daba muestras de querer renunciar.
–¿Al pequeño? ¿Al pequeño? Que ya le han salido pelos en los cojones. Joder con el pequeño. Treinta años, Ramona, que tiene treinta años.
–Veintinueve, Manolo, solo tiene veintinueve.
–Pues veintinueve, a esa edad tenía yo el culo pelao de tanto trabajar.
–Ahora no es como antes, Manolo, tienes que hacer algo.
–Llama a la policía.
–Que nos lo matan, Manolo, que nos lo matan. Mira lo que dijo el chico. Si llamamos a la policía lo matan.
–Que lo maten, yo no doy un duro más por él. –El terco Manolo seguía en sus trece, sin dar su brazo a torcer.
–No se preocupe –disculpó la mujer–, lo dice con la boca pequeña. Manolo, tienes que hacer algo, que si no vas a estar arrepintiéndote el resto de la vida.   
–Tiene razón mamá –habló ahora la hija, silenciosa hasta ese momento, a veces como ausente, otras como abstraída, y las más, como si anduviera por otro mundo, podía ser en el de Campanilla y Peter Pan, o el del capitán Garfio–, tienes que hacer algo, o que lo haga el señor. –Sus ojos eran tan azules como los de su madre, y cúbica, de cubo ancho y blandas carnes; eso sí, sus pechos florecían como dos misiles en plena acción, o mejor, como dos bombas atómicas.
–Lo llevo haciendo toda la vida, no algo, mucho, trabajando como un burro por vosotros dos, todos los días más de doce horas. Toda la vida en los talleres, lidiando con todos, con los empleados, con los clientes, con los proveedores, con todo quisqui. Y ahora me dices tú que debo hacer algo. Me cagüen crista. ¿Cuándo sabréis reconocer lo que hace uno por vosotros? Todo lo que he hecho; y todavía reclamando más. Cría cuervos, siempre lo he dicho, cría cuer…
–Manolo, no hay tiempo que perder, hay que hacerlo y rápido.
–Te parecerá que he gastado poco en ese pendejo. No lo gana él trabajando toda la vida.
–¡Manolo!
–¡Que no!
–¡Manolo!
–¡Que no!
–¡Manolo! –Cada vez que decía Manolo, su voz era más chillona, más estridente, como una alarma atascada en el pito más agudo.
–O sea, ¿que ahora tengo que tirar trescientos mil euros a la puta basura? Así, por las buenas.
–Por las buenas no, para liberar a tu hijo.
–Que le den por culo.
–¡Manolo! –aulló la sirena.
Hubo una pequeña pausa en el ambiente, tensa, miradas nervudas y vocablos guturales, casi telepáticos, articulados dentro de una reconocible usanza familiar.
–Haz lo que quieras. Haced lo que os dé la gana, yo me marcho a los Recauchutados.
Se dió media vuelta, y sin decir adiós, salió del despacho del detective Leocadio Coscarón, que los escuchaba con los codos apoyados sobre la mesa. La mano derecha hacía de soporte para su mentón, tapando el atractivo hoyuelo de su mamola y casi por completo la boca, que mostraba seriedad por el sencillo método de bosquejar una línea recta. Permaneció en silencio, gesticulando poco y haciendo esfuerzos para no reírse ni lanzar ninguna ordinariez, dejando que las mujeres de la familia Sánchez continuaran con su exposición. En ese momento, comenzó a sonar el móvil de la señora Ramona. La mujer comprobó de quien era la llamada y se puso nerviosa. Era el número del teléfono de su hijo.
–Llama a tu padre, que venga rápido.
La hija comenzó a correr para salir del despacho. Sus carnes bamboleantes abanicaban el aire al compás de sus zancadas, que ni rápidas ni largas daban la impresión de poder provocar un derrumbe. El motín levantado por sus tetas fue una de las algaradas más osadas de las gestas zamoranas. 
–¿Los secuestradores? –preguntó el detective.
–Sí.
–Ponga el altavoz –ordenó Leocadio Coscarón.
–Raquelita, pon el altavoz que yo no sé cómo se pone –chilló Ramona.
Raquelita se dio otra vez la vuelta como si hubiera chocado con un muelle, sus mofletes se desbocaban de su abultada mandíbula, las bombas atómicas, ondulando indecisas en busca de buena dirección, eran toda una amenaza. Llegó, tomó el aparato, pulsó un par de botones virtuales y resolvió enseguida el problema técnico.
El detective llamó por el teléfono de vía interna:
–Sole, no dejes salir al señor Sánchez, que entre a toda prisa.
Contestó Ramona. Todos pudieron oír la conversación a ambos lados de las ondas.
–Lolo, ¿eres tú, cariño?
–Mamá, que esto se complica. Dicen que si no tenemos el dinero dentro de cuarenta y ocho horas me matan.
–¿Estás bien, cariño?
Entró en el despacho el hosco Manolo, votando como una pelota de goma. Cuando se hubo orientado, se abalanzó sobre el teléfono.
–Bien mamá –dijo el hijo, decrescendo poco a poco el tono de su melosa y plañidera voz –. ¿Estará el dinero, verdad, mamá? ¿Estará? ¿Mamá, mamá, estará? –preguntó impertinentemente, compungido.
Manolo le arrebató el móvil a su mujer.
 –¡Lolo! –gritó– ¿qué pasa, ya te liberaron?
–¡Papá, papá, como no esté el dinero pasado mañana me matan! ¡Que me matan, papá! ¡Que me matan! –imploraba el chico a moco tendido.
Mientras tanto, Leocadio Coscarón escribía en un papel que le entregó al señor Manolo. Este lo cogió en sus manos y lo leyó mientras sujetaba en la otra mano el móvil.
–Hijo –chilló su madre arrimando sus alaridos a la mano con la que su marido agarraba el móvil, sus ojos azules se volvieron vidriosos, empapados–, no te preocupes, pasado mañana tenemos el dinero, te lo juro hijo, díselo a los señores secuestradores. Te lo juro.
–Lolo, no te pongas nervioso, que esto lo arreglo yo. Pasado mañana tenemos allí el dinero. Pero antes, dile a un secuestrador que se ponga –dijo Manolo siguiendo las instrucciones del papel que le había entregado Leo.
–No quieren. Nunca hablan. Me lo dan todo por escrito como si fueran mudos. Me comunican que ya os llamarán. Tengo miedo. ¿Que quién va a traer el dinero, me preguntan?
–Un señor, un amigo, yo no puedo ir y no va a ir tu madre ni tu hermana, va un amigo, él llevará el dinero. Después te vienes con él.
–Que sea de fiar y no llaméis a la policía, por favor, que me matan. Y todo el dinero, como no esté todo me matan, papá, me… –y la conversación se cortó sin que permitieran a Lolo terminar de decir lo que todos intuían.  
La señora Ramona y Raquelita sollozaban, el impetuoso Manolo, dueño de los talleres de Recauchutados Manuel Sánchez, permaneció quieto, de pie, preparado para negociar con el detective privado.
 –¿Dan este servicio en la Agencia “León Seguro”? 
–¿Cuál?
–La entrega del rescate de un secuestro en Barcelona.
–Se hará lo que se pueda.
–¿A cuánto asciende el pico?
Unas cuentas rápidas en la mente del detective y contestó:
–Ponga unos doce mil euros.
–Joder.
–Se puede imaginar que es un riesgo, y viajaremos cuatro personas, hay que dar protección a quien haga la entrega. Estas cosas se pueden complicar. No es posible una cifra menor. Usted elija.
–De acuerdo. Pero vamos a hablar claro. Si usted vuelve con el dinero y con mi hijo, el diez por ciento de todo el montante es suyo, me da igual como lo consiga.
–Lo que me propone es arriesgar demasiado. El veinte. Sesenta mil euros más los doce mil estipulados.
–O sea, que lo más positivo para mí es perder doce millones de pesetas.
–¿Dónde estarán las pesetas? Pero no, perderlo no, invertirlo. Eso supondría recobrar sano y salvo a su hijo, que ahora es lo más importante; y gran parte del dinero.
–Pare, pare, está bien, de acuerdo, el veinte por ciento es suyo.
–Necesito una fotografía del muchacho, reciente.
–Aquí tengo una –dijo su madre, sacándola de la cartera que guardaba dentro de su bolso de marca–. Cuídemela, es la mejor foto que tengo del chico.
El detective privado observó la fotografía, valdría con esa. Mandó a Sole que la escaneara y se la devolvió. Lolo, el pimpollo, era todo un yuppy. Tenía una melenita rubia y las gafas de sol sobre la frente, los ojos tan azules como los de su madre y su hermana, vestía con una cazadora desenfadada color crema, camiseta negra y pantalones aparentemente de pinzas gama pastel. Estaba situado delante de La Sagrada Familia de Gaudí. No obstante, preguntó:
–¿Cuándo se la hizo?
–Esta Semana Santa pasada.
–Está bien. 
Después, Manolo y Leo firmaron el pacto con un apretón de manos.  
–Usted me cae bien –confirmó Manolo–, sea hábil, por amor de Dios, y vigile que no le pase nada a mi hijo. Y si puede ser, a mí dinero tampoco, bueno, a nuestro dinero. –Y le lanzó una mirada marrullera.
–Se hará lo que se pueda –contestó el detective dibujando una desabrida sonrisa–. Esta tarde partimos para Barcelona. Tiene que tener el dinero listo esta misma mañana. Deposite los trescientos doce mil euros en esta cuenta –le escribió la cuenta en un papel que le entregó–. Y los teléfonos siempre activos. Me han de llamar para saber la hora y el lugar de la entrega. Manténganme informado permanentemente si hay alguna novedad. ¿Está todo claro?
–Lo está.
Leocadio Coscarón se levantó y acompañó a sus clientes hasta la puerta. Manolo le dio otro apretón de manos.  
–Señorita, señora –dijo caballerosamente el detective a modo de despedida.
–Ayude a mi hijo, por favor –suplicó la señora Ramona cuando había atravesado el quicio de la puerta. Raquelita no supo que decir, aun así, hacía gestos que daban a entender que estaba presente.
Se fueron.

–Sole, por favor, busca el viaje más rápido a Barcelona y compra cuatro. Es urgente. Si podemos salir esta noche, estupendo. El regreso lo coges para dentro de tres días por la tarde, pero compra cinco para la vuelta. Nos llevas tú hasta Madrid, ¿te viene bien? 
–Sí, lo que tú digas, Leo –dijo Sole. Al detective, todos los suyos lo llamaban Leo–. ¿Va a ir Sandra también?
–Sí, ¿teníais previsto algo? –Esa era una pregunta redundante, la pareja que formaban Sole y Sandra tenía una estimulante vida social sumamente fecunda a la que le faltaba tiempo para apurar todos sus compromisos.
–Nada importante –contestó ella.
–Consíguenos también cuatro habitaciones en un hotel de Barcelona, para tres días. No, perdón, cinco habitaciones.
–De acuerdo Leo. ¿Es algo grave?
–Creo que no, luego te cuenta Sandra. Ahora tengo que hacer los preparativos –dijo y se metió en su despacho.
En la Agencia, Sole  se ocupaba de todo, a excepción de la investigación, tarea que no podía ejercer todavía, pues se estaba sacando la Licencia de Detective. A veces, subrepticiamente, se inmiscuía en algún caso acompañando a Sandra. Ellas dos eran un matrimonio perfecto, dentro y fuera de la pista. Se entendían de maravilla y se daban un margen poco habitual para estar desposadas por lo legal.  Sole se había acostumbrado a manejar los asuntos administrativos y los farragosos papeleos, a proporcionar la logística adecuada para las investigaciones, a controlar las agendas de los detectives, principalmente la de Leo y, sobre todo, a hacer más llevadera la vida a los que había a su alrededor, porque Sole era una mujer especial. Hacía que la persona que estuviera con ella quedara con un buen sabor de boca y aflorara una parte de la que se sentiría orgullosa y a gusto. Hacía sentirse bien; tal era su carácter. Su demostrada efectividad laboral no había hecho mella en su costumbre de informar inmediatamente cuando realizaba una labor encomendada, como si estuviera indecisa por su resultado. Y además era muy, muy bonita; alta, rubia y delicada.

Una vez sentado en el sillón de su despacho, Leo llamó a Sandra Ruano, después a Benito de Soto y posteriormente a Cipriano Codesal, más conocido como Cipri. Quedaron en reunirse al cabo de media hora, en su despacho.  
–Nos vamos a Barcelona –informó Leo a los otros tres cuando se sentaron alrededor de la mesa. Y les contó la misión, las características de la familia Sánchez y del secuestrado. Cuando terminó, habló de los recelos que habían pasado por su cabeza–: Lo que más me ha sorprendido es que nunca han hablado con los secuestradores. No sé, es raro.
–Ni que lo digas, no sólo raro, es sospechoso de cojones –entonó Soto con su atinada visión, estirando las piernas correspondientes a un hombre de metro noventa mientras orientaba su poblado mostacho–.
–¿Qué queréis decir, que ha sido él?, ¿un auto secuestro? –afinó Cipri con sus interrogantes.
–No me extrañaría nada –respondió Leo con un turbio y caviloso soniquete. –Pero no necesariamente. El muchacho dice que nunca se dirigen a él hablando, siempre por escrito. Los secuestradores pueden ser gente conocida y no quieren que se les reconozca la voz. ¿Quién sabe?
–Ante la duda, tenemos que ser vigilantes –dijo Sandra, prudente.
–Desde luego, el muchacho estaba muerto de miedo, que yo lo oí hablar; o es todo un fingidor. Hay que ser precavidos –dijo Leo.
En ese momento, entró Sole en el despacho.  
–¿Se puede?
–Pasa.                                                                                                          
Con su radiante magnetismo, traía el resultado de su encargo. Quedó de pie justo detrás de la silla que ocupaba Sandra. Se la veía encantada por su colaboración. Consultó una libreta que llevaba en la mano y dijo, con ese castellano sincrético que fusionaba sus dos vidas, una búlgara, otra española:
Tomaréis AVE de Renfe en Madrid a las nueve noche, llegaréis a Barcelona a once menos diez, más o menos. ¿Está bien?
–Perfecto Sole.
La vuelta está prevista para viernes a las siete. ¿Os busco a Madrid?
 –Sí.
Llegaréis veintiuna cuarenta, más o menos.
–Ya haremos eso –le advirtió Sandra resignada, sin perder su habitual talante que todo lo puede–, nos vamos a Barcelona.
–¿Teníais algún compromiso o qué? –consultó Leo.
Como tantas veces, las reuniones laborales se tornaban casi familiares.
–Nada que no pueda esperar.
–Nos íbamos a ir de compras.
–Para variar –ironizó el gigante Soto interpelando cómicamente a la desesperación.
–Pues porque es un asunto importante, de otra manera ¿no diréis que no es un compromiso primordial? ¡Ah… ir de compras! –dijo Sandra como si recitara el verso más trascendental de un poema de San Juan de la Cruz.
Cipri y Soto se miraron en son de chanza. Sandra y Sole los miraban con complicidad y se reían, luego se dieron un apasionado beso para embeleso de los reunidos. Leo continuó:
–¿Has reservado habitaciones?
Sí, como dijiste, en el Hotel Petit Palace Opera Garden Ramblas. Está bien, junto a Ramblas, y tiene patio y jardín. Como si fuerais turistas.
–Perfecto. Una cosa más Sole. Entérate si podremos alquilar un coche en el hotel.
Vuelvo Internet, jefe –aceptó Sole dándose la vuelta para salir del  despacho de Leo.
–¿Estabais en algo importante? –preguntó Leo, sabedor que en ese momento únicamente había asuntos de poca monta, infidelidades, cuernos y las frecuentes meadas fuera del tiesto.
Soto y Sandra negaron con la cabeza. Cipri, de complexión fuerte que no alta, contestó destensando su ancha espalda y oscilando calmosamente la cabeza:
–Yo tengo varias cosas, lo más urgente es lo del dependiente de la Joyería Rimas, quería enterarme si anda en malas compañías. Ya sabes, don Raúl Rimas sospecha que está implicado en lo del atraco.
–¿Y?
–Pues creo que sí, la verdad. Pero todavía no puedo demostrar nada.
–Que espere unos días.
–Que espere.
–Pues preparaos, a las cinco salimos para Madrid. Nos lleva Sole.

Leo telefoneó a su mujer y le informó sobre el viaje. Marisa no puso ninguna pega. Gajes del oficio. Además, estaba muy ocupada. Ella había dejado de trabajar en el hospital cuando las cuentas bancarias de la familia se habían dilatado de forma escandalosa después de aquel…, digamos, golpe de suerte. Y, como se aburría sin hacer nada, estaba montando un centro para practicar taichí, kung fu, yoga, pilates, tensegridad y capoeira. Y la verdad, a pesar de la crisis, no le estaba yendo nada mal, las pérdidas eran mínimas. Marisa quedó en solucionar lo de las niñas. Se lo diría a Marta, la canguro.
–Yo voy a comer un poco aquí abajo y a preparar, nos vamos a las cinco. Después iré por casa a buscar algo de ropa.
–Cariño, no estaré, es que estoy de liada. Hoy viene el maestro Chang Yao Kang y toda la comitiva, tengo que recibir a la tropa. A ver si puedo sacar adelante lo de las clases de taichí, que no sé.
–Pues nosotros tenemos una movida del copón. Nos vamos a Barcelona a…. –y le contó la historia del secuestro.
Sole entró en el despacho cuando Leo estaba terminando de hablar. Cuando colgó el teléfono, le comunicó:
–El hotel tiene servicio de alquiler de coches y motos. ¿Quieres que alquile algo desde aquí?
Leo sonrió mirando, satisfecho y orgulloso, a los ojos turquesas de Sole.
–No es necesario, ya nos encargamos nosotros allí. A ver qué exige el guión.
Jefe, comprobemos cómo tienes nervios, si de acero o de mantequilla, porque no veas, ahí fuera hay una verdadera preciosidad preguntando por ti.
–¿Ahora? –preguntó Leo consultando el reloj.
–Ahora, y me da que es importante, parece preocupada. Tiene ojos de haber llorado. ¿La hago pasar?
–Sí, por favor –dijo chiscando un pitillo. Había vuelto a caer en el vicio. Balanceando los hombros recompuso su estilo más rompedor, ese que tanto le gustaba lucir delante de una dama, sabedor de su seductor encanto.  

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